viernes, 27 de marzo de 2009

Lugares y recorridos de la memoria

“Lugares y recorridos de la memoria” (1): con un título así se puede decir de todo. Vayamos por partes.
Cuando decimos “memoria” -en este contexto- estamos hablando de memorias colectivas, de una memoria social, incluso del proyecto de una memoria pública. No estamos hablando de la memoria “tecnológica”, la de la conservación de datos, la de los “chips” de memoria. Y tampoco nos estamos refiriendo a una memoria personal o familiar. Estamos hablando del desafiante proceso de elaboración, reelaboración y circulación de relatos sobre el pasado, al que solemos pensar en relación a la dictadura, si bien todo pasado tiene relatos que lo cuentan y le dan sentidos. Sentidos en disputa.
Salgamos así de la inocencia de pensar a la memoria como antagónica del olvido. El olvido es parte de la memoria. La memoria supone recuerdos, olvidos y silencios. Ricoeur decía que la memoria es “el presente del pasado”.
Entonces preguntémonos: ¿Qué recordamos y qué olvidamos? ¿Cómo recordamos en nuestro presente, para nuestro presente? ¿Dónde lo recordamos?

Ese dónde remite a lugares. Mucho se ha hablado en los últimos tiempos de “lugares de memoria”, en relación a las “marcas” o los “espacios físicos” de la última dictadura. Y sobre todo a partir de que el tema entró en la agenda del Estado, hace poco más de diez años.
La mayoría de las veces se trata de iniciativas de “recuperación” de las “sedes del horror” como “espacios de memoria, verdad y justicia”. Aunque no es específicamente el caso de La Plata, Berisso y Ensenada: en esta región, acaso la principal escena del crimen (con la “tasa de desapariciones” más alta, con al menos 15 centros clandestinos), ningún campo de concentración ha sido establecido como lugar de memoria. Sí se han recuperado sitios irrumpidos por la barbarie represiva (como la Casa Mariani-Teruggi) y espacios funcionales al autoritarismo (como la ex Dirección de Inteligencia de la Policía). También se han colocado placas señalando comisarías, y por supuesto existen múltiples marcas que operan como despertadores del recuerdo, pero ninguna sede del horror explícito fue objeto de iniciativas como por ejemplo la “Mansión Seré” de Morón.

Volvamos a la idea de “lugares de memoria”. La noción, ya en su uso coloquial, señala que en la ciudad hay marcas que refieren al pasado (más allá y más acá de la dictadura: porque también las viejas estaciones ferroviarias, la casa donde vivió cierta persona, el sitio donde estuvo tal panadería, son marcas). La ciudad en sí misma, entonces, es un relato.
Y eso más allá de los estudios culturales urbanos, que asemejan la ciudad a un texto que todos estamos construyendo todo el tiempo. Corramos a un costado ese “hormigueo humano” que escribe la ciudad cotidianamente, y aún así podemos decir: el trazado, los distintos edificios públicos, las fachadas de las casas, contienen un relato. Quienes fundaron La Plata (una de las pocas ciudades planificadas de antemano) escribieron o esbozaron uno.
Pensemos, por ejemplo, en lo que se conoce como el eje monumental. En primer lugar, tengamos en cuenta que la ciudad se había pensado como una ciudad portuaria, es decir, se esperaba que crezca en la dirección a la que apunta la calle 52 (y no como lo hizo, mirando a Buenos Aires). La entrada del Bosque es entonces la entrada de la ciudad. Hubo allí una ostentosa puerta que lo anunciaba, a la que derribaron a principios del siglo XX. A partir de ahí, en ese eje, desde 1 hasta la 19, en las manzanas que se forman entre 51 y 53, se erigieron algunos de los principales edificios públicos. ¿Cuáles? Primero, el Palacio de Policía (hoy Ministerio de Seguridad). Luego, la Gobernación y la Legislatura. Luego, la Municipalidad y la Catedral. Finalmente, el Regimiento 7. El “relato” del Eje Monumental empezaba con la Policía y terminaba con el Ejército.
Si ampliamos la mirada, que esta manzana (2) –también una zona importante del casco urbano- estuviera ocupada por un Distrito, da cuenta de una presencia militar significativa.

Que en 19 y 53 ya no haya un cartel sino una plaza pública, que aquí no haya milicos sino cineastas y trabajadores sociales, que la Universidad vaya a tener el predio del BIM3 (que hace unas décadas no aparecía en los mapas sino con una mancha negra, por ser un lugar de importancia estratégica), es sin duda una buena señal del retroceso de esa presencia militar.
Por supuesto, habrá que ver cómo se construye el recuerdo de lo que sucedió en cada uno de estos lugares: de los colimbas que reclutaron aquí, de los desaparecidos que pasaron por el centro clandestino que funcionó en el BIM... y no sólo de lo que sucedió en la última dictadura: el Regimiento 7, por ejemplo, fue un foco de la rebelión de junio de 1956, de la resistencia peronista. Ahí hicieron barricadas con tranvías y ómnibus. Ahí fusilaron a dos insurgentes, al inicio de un período de gobiernos ilegítimos que duró décadas y que fue el caldo de cultivo de las organizaciones políticas armadas. También es el sitio donde obligaron a Yrigoyen a firmar su renuncia tras el primer golpe de Estado del siglo XX.
Por otra parte, el retroceso de los “lugares militares” no es el panorama completo. No hay tantas razones para festejar... Las proliferación de rejas y de cámaras de seguridad en edificios públicos y muchas viviendas, la construcción de barrios privados y de casas amuralladas que sólo miran hacia (su) adentro; los “bancos anti-vagabundos” en algunas plazas y la creciente presencia de patrullas y de retenes policiales, son marcas que también rescriben esa ciudad-relato. No estamos en la dictadura pero el relato de la ciudad actual también tiene algo de “relato de terror”, de miedo. Eso hace que para una parte importante de la población el espacio público sea apenas para circular, y no para estar; para sospechar, y no para compartir. (Es algo que también tenemos que tener en cuenta cuando asumimos al desafío de construir y disputar una memoria pública. Tenemos que entender la época. Robert Musil escribió que –hoy- no hay nada tan invisible en el mundo como los monumentos).

Quiero traer una referencia académica, aprovechando que en las últimas dos o tres décadas se conformó una suerte de “campo de estudio” sobre la memoria social. Una obra monumental, y bastante fundacional, es el trabajo que coordinó el historiador francés Pierre Norá, que se llama Les lieux de mémoire, y que se publicó entre 1984 y 1993. Son tres tomos gigantes donde analiza los distintos lugares de memoria de Francia.
Nora admite que en esa enorme recopilación coexisten y se tensionan una concepción “amplia y extensiva” de lugares, con una “estrecha y restrictiva”, ligada al sentido coloquial y el uso público. El concepto teórico, más amplio, define al lugar de memoria como “toda unidad significativa, de orden material o ideal, donde la voluntad de los hombres o el trabajo del tiempo ha hecho un elemento simbólico del patrimonio memorioso de una comunidad cualquiera”. Lugar de memoria sería lo que otros autores llaman soporte, vehículo, vector de la memoria. Nora nombra con esa idea un conjunto de soportes que resguardan relatos sobre el pasado: una marca urbana pero también una fecha, un manual escolar, cierta conmemoración, una película, un libro, etcétera. Incluso la noción de generación sería un lugar de memoria.
De eso rescato dos cuestiones. Primero: que los relatos sobre el pasado se construyen a partir de múltiples lenguajes. Pienso en nuestra experiencia grupal como La Grieta: se los puede buscar en una colección de libros infantiles censurados, en una obra de teatro, en una intervención callejera, en una estampilla. Segundo: que la memoria implica, necesita, el diálogo abierto de todas las generaciones. Quizá es lo que hace más interesante la conformación de este panel.

Queda pendiente la pregunta por los recorridos. Hablando de la dictadura, está claro que la memoria social -los relatos en disputa- no ha sido siempre la misma. Ni siquiera la “memoria oficial” ha quedado estática.
De la teoría de la guerra contra la subversión enunciada por los militares y sus cómplices, el discurso estatal de la pos-dictadura (bien acogido por la sociedad) pasó a sostener la teoría de los dos demonios, que afirmaba -según palabras de Sábato en el prólogo del Nunca Más- que “durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda...”
Ambos son relatos de mucha eficacia, porque suponen planteos simples, sin fisuras, sin “zonas grises”, sin controversias. Dos demonios y una sociedad víctima: la memoria del Nunca Más no sólo criminaliza a la militancia y la iguala al terrorismo de Estado, sino que supone además una sociedad pasiva.
Seguramente la buena acogida de la sociedad haya tenido que ver con la posibilidad de esconder responsabilidades. Pero no hubiera sido posible semejante plan de exterminio y de reorganización de la sociedad, sin algún grado de consenso -de participación activa, de conformidad- en sectores importantes de la sociedad. Como dice el título de esta muestra, hubo mucho silencio.
Para quienes habían sufrido la represión, la forma más fácil de saldar cuentas con aquel relato, en un momento en que la prioridad era juzgar a los militares, fue construir el “mito de la inocencia”, la idea de la “víctima inocente” que hegemonizó durante mucho tiempo el discurso público de los organismos de derechos humanos.
Eso produjo que en la cima de la jerarquía de “voces autorizadas” en los ochenta estuvieran los familiares –el dolor de la ausencia-, algo bien distinto a lo que pasó en Brasil –por ejemplo- donde los ex presos, reconocidos como ex militantes, tuvieron protagonismo desde un principio.
Las memorias militantes circularon subterráneamente y recién empezaron a cobrar fuerza después de mediados de los ´90, cuando parece iniciarse un nuevo recorrido. Entonces se abren nuevas posibilidades de castigo a los culpables -después de las leyes de impunidad y los indultos- pero sobre todo diría que es una nueva época porque aparecen en escena los HIJOS –y la generación de esos Hijos-, que por un lado empiezan a buscar/reivindicar la identidad política de sus viejos, y por otro le ponen color y alegría a las marchas, y traen nuevas modalidades de demanda.
Es probable que la mayoría de los que estábamos en el escrache del viernes pasado hayamos nacido hacia el final de la dictadura o incluso después. Está sucediendo también, por ejemplo, en el ámbito judicial: los abogados querellantes son jóvenes treintañeros.

Creo que es interesante -y bien promisoria- esa participación de nuevas generaciones en la construcción de una memoria sobre este “pasado que no pasa” -como se dijo en un célebre debate de historiadores alemanes a propósito del nazismo.
Se abre, cada vez más, la posibilidad de pensar la historia reciente desinhibidamente, con frescura, sin ataduras, sin miedo a ninguna pregunta. Y a diferencia de otras sociedades, que vivieron largos silencios hasta poder poner la experiencia en palabras, es bueno que eso ocurra cuando es posible suscitar un diálogo inter-generacional.
Tenemos así una nueva posibilidad de mover a la memoria de su lugar, de re-construirla con una mirada apasionada y desapasionada simultáneamente. Apasionada por comprender, por proyectar, por hacer, pero también capaz de escindirse de las pasiones de otra época.
Podemos –digo que ahora y nosotros: podemos- desatarnos del peso de los dos demonios y también de los relatos con categorías como héroes y traidores que nos impiden pensar ciertos procesos políticos.
Podemos -ahora, nosotros- desatarnos de las cronologías duras y simplistas que nos proponen los feriados, que nos hacen suponer que el 24 de marzo de 1976 “empezó” la represión.
Y también -podemos, y debemos- proyectar la mirada al presente. Pensar cuánto de la dictadura hay en esta ciudad cada vez más patrullada que estamos habitando.
Porque, en definitiva, el lugar de la memoria es el presente, y todo recorrido tiene un rumbo.

(1) Este post se basa en los apuntes para una intervención en el panel que llevó ese título, formado por integrantes del colectivo La Grieta, en el marco de la Semana de la Memoria en la Facultad de Trabajo Social. En ese sentido, tiene la escritura de un texto para ser leído –y la crudeza de un texto para ser discutido-.
En el Aula Magna estaba presentada la muestra de arte correo “Un golpe, varios gritos, mucho silencio” (La Grieta, 2006). En el panel estuvieron, además, Fabiana di Luca y Gonzalo Chaves. Fabiana comentó la experiencia de la convocatoria que dio lugar a aquella muestra, en la que predominó la participación de generaciones “adultas” y quedó manifiesta la recurrencia de ciertos enfoques –desde el represor o desde el militante-, representaciones –del horror, de la desaparición, del dolor- y formas de representación –el rojo y el negro, la imagen sórdida, etc.- que corroboran una persistente dificultad para pensar la experiencia de los setenta y la dictadura desde otros lugares simbólicos. “También en lo simbólico nos debemos una discusión generacional”.
Gonzalo, por su parte, recuperó algunas historias poco conocidas o poco recordadas: desde la “inteligencia” que justificó la censura a Haroldo Conti (en 1975) hasta los asesinatos del gobernador Ragone o el ex rector de la UNLP Rodolfo Agoglia, también en un período anterior al golpe. El recuerdo de las 600 desapariciones y las 2000 muertes políticas durante el gobierno de Isabel, y del Operativo Independencia como “Ensayo General del Genocidio”, abonaron a la idea de desatarnos de las cronologías nos hacen creer que el 24 de marzo de 1976 comenzó la represión. “La memoria se construye en el presente y tiene que ser crítica con el pasado”. Por otra parte, Gonzalo rememoró acciones de resistencia a la dictadura, desde el movimiento de derechos humanos –en especial las Madres- hasta el movimiento obrero, que ya en 1979 realizó una huelga general. “Es necesario seguir contando”, concluyó.

(2) La Facultad de Trabajo Social, donde se realizó la charla, está ubicada entre la manzana delimitada por la diagonal 78 y las calles 9, 10, 62 y 63, en la ciudad de La Plata. Hasta la década de 1980 funcionó en ese sitio un Distrito Militar. Sus puertas estaban custodiadas por hombres armados y por allí pasaron miles de jóvenes cuando todavía existía la colimba. Hoy es una sede de la Universidad Nacional de La Plata, donde dictan clases de trabajo social, comunicación audiovisual y diseño industrial.

FOTOS MANUEL NEGRIN: "TRES GENERACIONES"

1 comentario:

  1. Impecable. Como siempre. Pluma digna de admiración.
    Saludos a la distancia,
    ND

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