jueves, 18 de febrero de 2016

Diez ideas para una regulación de las pautas publicitarias

Aunque no se dio a conocer ningún proyecto, desde enero corre el rumor de que el Gobierno nacional establecerá una regulación de la publicidad oficial. Si hubiera condiciones reales para discutirlo –ojalá el proyecto pase por el Congreso y seamos convocados a audiencias públicas–, el tema tiene mucha tela para cortar. Las líneas que siguen son el borrador de una decena de ideas que contribuyen a ese debate, algunas de gestación propia y otras claramente inspiradas en antecedentes. Pues el asunto no es nuevo: existen recomendaciones internacionales y también algunas experiencias para analizar en otros países o en provincias y municipios argentinos. Incluso, como veremos, hay antecedentes a nivel nacional: el decreto que convirtió a TELAM en la agencia de publicidad del Estado, la ley que prohíbe la promoción del tabaco o las escalas del Impuesto al Valor Agregado que rigen para la publicidad en medios gráficos, implican iniciativas de regulación –acotadas y fragmentarias, pero regulaciones al fin–.

1) Una buena regulación debe abarcar tanto la publicidad pública como la privada.
Antes que nada, hay que asumir que en el tema no hay neutralidad posible: en cualquier propuesta de regulación subyace una forma de entender las políticas públicas y el sistema de medios. Acotar el tema de las asignaciones publicitarias a la famosa “pauta oficial” ya implica una definición ideológica, que es conveniente discutir.
Aún en las cifras más elevadas –cuando se incluye en la cuenta el presupuesto destinado a Fútbol Para Todos–, la pauta estatal representa menos del 10% del total de la torta publicitaria. Y sería ingenuo pensar que esos miles de millones de pesos no tienen ninguna vocación de orientar agendas. Basta mirar las placas de auspiciantes en los principales programas políticos de la tele, o las páginas enteras de las concesionarias de servicios publican en los diarios en ciertos momentos clave, para sospechar otra cosa.
La Relatoría para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) reconoce en uno de sus informes que las grandes empresas “sólo colocan anuncios en medios favorables a sus intereses comerciales, evitando aquellos que denuncian los escándalos financieros, los daños ambientales y las disputas laborales”.
Al ampliar la mirada, pues, hablamos de una torta que supera los 30 mil millones de pesos al año, en la suma de transacciones que al menos indirectamente afectan el debate público, y sobre la que hoy rige una regulación laxa, mínima, casi reducida a lo impositivo. Sin embargo, los principales lineamientos que se plantean a continuación son deseables tanto para la publicidad estatal como para la privada.

2) No sólo hay que contemplar los aspectos económicos, sino también los simbólicos.
Una ley de publicidad debe ser taxativa sobre la no discriminación y sancionar los mensajes clasistas, patriarcales y racistas. Debe promoverse una protección integral de la niñez y la adolescencia, la diversidad de géneros y etnias, el respeto a la democracia.
El decreto que reguló la publicidad oficial en Tierra del Fuego durante la gobernación de Fabiana Ríos, en 2008, establece que “no se podrán incluir mensajes discriminatorios ni contrarios a los principios, valores, declaraciones, derechos y garantías que configuran el régimen republicano democrático consagrado en la Constitución Provincial y en la Constitución Nacional”. No hay razones para pensar que esta no tenga sentido para los contratistas privados de publicidad.
La ley nacional 26.687/11 que prohíbe “la publicidad, promoción y patrocinio de los productos elaborados con tabaco, en forma directa o indirecta, a través de cualquier medio de difusión o comunicación” es una muestra de que puede legislarse sobre los contenidos publicitarios, tanto para el Estado como para los anunciantes privados.

3) El concepto de publicidad alcanza a todos los medios, soportes y plataformas. 
La regulación debe abarcar todas las formas de publicidad: los medios gráficos, audiovisuales y digitales; la contratación de publicidad en redes sociales y en interfaces de correo electrónico; los servicios de llamadas telefónicas automáticas, el reparto masivo de SMS y la publicidad en la vía pública. Cada cual requiere consideraciones particulares según sus características, pero no hay razones para excluir a ningún soporte de la prohibición de mensajes discriminatorios o del cálculo económico del reparto de la torta.

4) Se debe definir una tipología de prestadores de espacios publicitarios y fijar la obligación de colocar al menos un porcentaje de la publicidad en medios sin fines de lucro.
La ley debe contemplar un “Registro de Medios” que, además de diferenciar soportes, distinga los tipos de medios a contratar: no es lo mismo un medio comercial que uno sin fines de lucro; no es lo mismo uno de alcance nacional que uno local con un fuerte anclaje territorial. Sobre esa distinción se establecerán obligaciones para los anunciantes, que pueden variar según la escala económica de los mismos. No tiene sentido obligar a un comercio que destina 5.000 pesos mensuales para publicitar su local a fragmentar ese monto y empantanarse en reglas sobre cómo repartirlo. Pero entre los grandes anunciantes –el Estado o empresas como Unilever, Procter & Gamble y otras– se puede orientar un porcentaje de su pauta publicitaria hacia prestadores sin fines de lucro. Nadie les dirá a cuáles, pero un tercio de sus recursos deberá destinarse a medios comunitarios, de pueblos originarios, radios universitarias, revistas culturales independientes.
En otras palabras: no se trata de indicarle al privado “dónde” tiene que publicitar, pero sí establecer criterios que desconcentren las pautas, teniendo en cuenta que estas –sin ser un subsidio: sabemos que no lo son– constituyen una pata clave para la sustentabilidad económica de un proyecto de comunicación.
En el caso de la publicidad estatal, existen algunos antecedentes. En Morón, por ejemplo, la ordenanza sancionada en 2011 establece que, “con el objeto de fomentar el pluralismo informativo y la diversidad de voces”, se destinará como mínimo un 4% del presupuesto total de publicidad oficial “para difundir las campañas publicitarias en los medios cuyos licenciatarios o editores sean organizaciones sociales sin fines de lucro”. En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires se estableció en 2007 un régimen de promoción para los llamados “medios vecinales”, que también reserva un 4% del presupuesto asignado a la difusión de actos públicos. Mauricio Macri la vetó parcialmente al asumir como jefe de Gobierno, pero la propuesta siguió en pie y rige hasta hoy.
Otro tanto hay que pensar en cuanto al reparto de porcentajes por tipo de soporte, para que la televisión no se lleve toda la torta. También hay experiencias previas en este sentido. En Italia, los medios escritos deben recibir no menos del 50% de la pauta estatal. En nuestro país, una ordenanza de la Municipalidad de Alta Gracia (Córdoba) obliga a definir porcentajes por categoría. El decreto de Tierra del Fuego también ordena la distribución por soporte y por localidad.
Otra experiencia para atender es la de Canadá, donde la contratación de publicidad debe incluir medios de lenguas minoritarias.

5) Es necesario pensar en la distribución regional de los recursos.
Igual que el punto anterior, la regla no debe asfixiar al pequeño anunciante, pero sí obligar a los grandes colocadores de publicidad a nivel nacional. La clave es que los recursos no se concentren, por inercia, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Una referencia en este sentido es un proyecto de ley presentado el año pasado en Uruguay, con la firma de representantes de todos los partidos, que busca regular la publicidad oficial de cualquier organismo público, incluidas las sociedades anónimas de capital estatal. El artículo 10º establece: “deberá destinarse al menos un 30% (treinta por ciento) del monto total asignado [a] programas o producciones informativas o periodísticas de exclusiva realización y producción local que estén radicados en localidades del Interior”. El decreto vigente en Tierra del Fuego establece porcentajes por localidades, para evitar que la torta se incline sobre Ushuaia o Río Grande, según las conveniencias o necesidades del gobierno de turno.

6) Hay que legislar claramente sobre el trabajo de las “agencias de publicidad” y combatir la figura de los bolseros.
Se trata de un asunto caliente, en especial si pensamos en la publicidad oficial. En este punto, como se dijo al principio, es mentira que no exista una regulación sobre la pauta. En 1971, un decreto estableció que los organismos del Poder Ejecutivo Nacional (con algunas excepciones) debían contratar la publicidad a través de TELAM S.E. Las sucesivas reformas de esta regla en los noventa y 2000 generaron una trama burocrática entre la Secretaría de Medios y la agencia estatal, digna de un relato de Borges. Las órdenes de publicidad y pago pasean de un edificio a otro durante meses. Algunas se pierden en el laberinto y sólo cobran en tiempo y forma aquellos que tienen el contacto adecuado. Está claro que debe corregirse este asunto, pero la pregunta es cómo: bien sabemos que, cuando gobiernan liberales, afirmar que la gestión estatal funciona mal es la excusa para la privatización.
No casualmente, uno de los trascendidos sobre el proyecto en el que trabaja el jefe de Gabinete Marcos Peña es que la asignación de pauta oficial se delegará en centrales de medios o agencias de publicidad privadas, con las comisiones millonarias que eso implica. Basta investigar la trama de corrupción en el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que se reveló el año pasado por una denuncia de Radio Ahijuna –los famosos “errores de carga”– para dudar de la conveniencia de esa decisión.
Lejos de promover su trabajo, una regulación de las pautas publicitarias desde una perspectiva de la comunicación democrática debería limitar la reventa de espacios y controlar el trabajo de estas agencias para evitar la concentración de recursos, que siempre atenta contra el pluralismo.
No hace falta más que visitar la web de la Cámara de Agencias de Medios, fundada en 2001, para advertir que esas centrales son hijas del neoliberalismo. La entidad está formada por dieciocho agencias y tiene diez socios adherentes, entre los que están Clarín, Torneos y Competencias, Telefónica, y la cuestionada medidora de audiencias IBOPE. Una de sus integrantes es Carat, la central internacional que en 1999 adquirió FAX, la agencia de medios que había creado el grupo Sevel cuando Mauricio Macri era su titular. La web de la CAM resume bien la historia de concentración económica del sector: “En el 2000 en Argentina se completa el desembarco de la totalidad de las marcas internacionales de Agencias de medios que operaban en el mundo”.

7) La asignación de publicidad debe realizarse con criterios claros.
En el sistema interamericano de derechos humanos, la distribución arbitraria y discriminatoria de publicidad fue uno de los primeros mecanismos de “censura indirecta” señalados. Por eso, la CIDH recomienda que los recursos se asignen “según criterios preestablecidos, claros, transparentes y objetivos” y no en respuesta a la línea editorial de los medios de comunicación.
Sería difícil discrepar con ese enunciado, que aparecerá textual en los proyectos de cualquier sector político. La definición pendiente, nunca neutral, es cuáles son esos criterios.
El lugar más común en los debates es la audiencia o la circulación. A más lectores o televidentes, más pauta. El criterio parece muy objetivo, pero tiene varios riesgos. El primero es la cristalización de desigualdades que tienen historia: la mayoría de los medios de “mayor llegada” en Argentina ganaron esa condición con el reparto discrecional de recursos del Estado, desde el origen del diario La Nación en el siglo XIX hasta nuestros días. El círculo no se rompería: más recursos, más llegada, más recursos, más llegada.
El segundo riesgo es la homogeneización: el criterio no distingue públicos, sólo mide cantidades.
Una regulación seria de la publicidad requiere reglas claras y explícitas, pero no exime de una definición cuanti y cualitativa de las audiencias. Supongamos una campaña dirigida a pueblos originarios. ¿Priorizaremos Canal 13 o Wall Kintun TV?, ¿Radio 10 o las distintas radios con identidad que funcionan en el país? La exclusiva apelación a las “mayores audiencias” resulta tan ruin como la provocación de Jorge Lanata cuando se preguntaba quién escucharía la radio de los wichis.
Hay que explorar otros criterios, más allá de la tirada o el rating. ¿Por qué no pensar también, por ejemplo, en la cantidad de trabajadores?
El decreto de Tierra del Fuego ensayó algunas posibilidades al definir un sistema de puntajes que considera distintos items: la presencia de producción local, la antigüedad del medio o programa, la cantidad declarada de “empleados”. También contempla el tiraje o la audiencia, aunque suspende la aplicación de ese punto mientras no hubiera mediciones confiables. Un punto clave.

8) Es indispensable contar con mecanismos serios, accesibles y controlados de medición de audiencias y lectores.
Otro trascendido sobre el proyecto del Gobierno nacional asegura que el 70% de la torta se repartiría de acuerdo con un índice de audiencia y penetración. La pregunta es cómo, a juzgar por las evidentes limitaciones del Instituto Verificador de Circulaciones (IVC) y de IBOPE. Vale como ejemplo lo sucedido el pasado 31 de enero, cuando todas las señales del grupo Clarín dejaron de transmitir por un incendio y la empresa medidora seguía marcando el rating del canal TN.
En sus “Principios sobre regulación de la publicidad oficial en el sistema interamericano de protección de los derechos humanos” (2011), la Relatoría de la CIDH dedica un buen párrafo al tema: “En la medida en que los criterios de adjudicación precisen de mediciones, el marco jurídico deberá garantizar que se trata de mediciones comprensivas, que abarcan a los distintos tipos de medios y que se realizan con criterios objetivos y confiables. Para ello, las mismas podrían ser realizadas por instituciones imparciales que gocen de credibilidad. Las mediciones deberían incluir datos de medios pequeños, comunitarios y locales para que su utilización como herramienta de adjudicación no se convierta en una barrera indirecta al ejercicio de la libertad de expresión al marginarlos del otorgamiento de publicidad oficial”.
La experiencia trunca del Sistema Federal de Medición de Audiencias (SIFEMA) deja un sabor amargo, pero no anula la convicción sobre la necesidad de un sistema público, federal y auditado antes de que las estadísticas definan cualquier reparto de recursos.
El decreto de Tierra del Fuego promueve la firma de convenios con Universidades o institutos terciarios asentados en esa provincia para establecer “las metodologías de sondeos de opinión pública y técnicas cuali-cuantitativas que, de forma semestral, permitan conocer los niveles de: a. Nivel de Audiencia; b. Alcance; c. Penetración; d. Preponderancia social; e. Credibilidad”. Por su parte, el proyecto presentado en Uruguay contempla una doble fuente de información: prevé la contratación de estudios privados sobre medios gráficos, radiales y audiovisuales y la solicitud de las mismas encuestas a la Universidad de la República. También establece que todos esos datos deberán ser de libre acceso.

9) El Estado está obligado a desarrollar estrategias planificadas y coherentes.
La palabra “campaña” aparece muy vinculada a la comunicación institucional del Estado en la legislación existente en otros países (Canadá, Perú, España). Según la ley española de 2005, las campañas publicitarias deben promover los principios constitucionales, informar a los ciudadanos sobre sus derechos y obligaciones, difundir procesos electorales, dar a conocer disposiciones jurídicas nuevas o relevantes, anunciar medidas preventivas de riesgos, etcétera. En cambio, la pauta oficial no se puede utilizar para “destacar los logros de gestión” y, de hecho, está prohibida durante los períodos electorales.
En ese sentido, la estrategia publicitaria debe ser concebida como política de Estado, incluso de gobierno, pero no de partido. Una buena regla es rechazar la exaltación de la imagen de funcionarios, ya sea inaugurando una obra o haciendo las compras en un supermercado. La ley peruana, por ejemplo, prohibió que quienes están a cargo de las dependencias estatales aparezcan en los anuncios que publican en los medios de comunicación.
En el mismo sentido, la CIDH afirma que los Estados deben utilizar la pauta “para comunicarse con la población e informar a través de los medios de comunicación social sobre los servicios que prestan y las políticas públicas que impulsan, con la finalidad de cumplir sus cometidos y garantizar el derecho a la información y el ejercicio de los derechos de los beneficiarios de las mismas o de la comunidad” e insiste con la planificación, ya que su ausencia “favorece la utilización abusiva de la publicidad oficial al aumentar la discrecionalidad”.
Ahora bien: no se trata de reemplazar discrecionalidad por universalidad. La planificación requiere una coherencia, que entienda el sentido de cada publicidad. No tiene sentido publicar alertas sobre el dengue en la Patagonia ni alertar sobre incendios forestales en medios que sólo circulan en la capital federal.

10) Se debe garantizar transparencia y acceso a la información sobre la publicidad pública y privada.
La Relatoría Especial de la CIDH establece el deber de “publicar periódicamente toda la información relevante sobre criterios de contratación, motivos de asignación, presupuestos, gastos y contratos publicitarios, incluyendo los montos de publicidad discriminados por medios, campañas publicitarias y organismos contratantes. En segundo lugar, [se] debe garantizar, ante cada requerimiento por parte del público en general, el fácil acceso a la información”.
Este es otro punto en el que, dado el impacto efectivo de las pautas publicitarias sobre el sistema de medios y en consecuencia sobre el debate público, no hay motivos para que las reglas no alcancen a los privados tanto como al sector público. Si se quiere hacer una diferencia: el Estado debería dar el acceso a los datos incluso en ausencia de solicitudes, a través de informes publicados periódicamente en la web. Pero toda la información sobre el tema es de interés publico.
Por otra parte, es hora de exigir transparencia no sólo a los anunciantes, sino también a los prestadores del servicio. Todos los medios registrados deben hacer pública la identidad de sus anunciantes y el monto de sus ingresos por publicidad, tanto oficial como privada. Esta medida fortalece el derecho a la comunicación cuyo sujeto, valga recordarlo, no son las empresas sino la ciudadanía.

Publicado en Diario Contexto

lunes, 1 de febrero de 2016

¡Alerta revistas!


El informe 2015 sobre revistas culturales confirma las consecuencias de una situación alarmante que los editores autogestivos denunciamos desde hace años: la falta de legislación que promueva políticas públicas de fomento, protección y equidad frente a un mercado de prensa gráfica concentrado y desregulado en los dos extremos de la cadena: la producción de papel y la distribución y venta. En síntesis:
* Somos menos. Muchas revistas testimonian que dejaron de imprimir por los elevados costos de papel. En dos años, el papel tiene una inflación acumulada de casi el 70%. Entre las que siguen, el precio de tapa tuvo que aumentar en promedio un 51,7%. Lxs perjudicadxs: lxs lectorxs.
* Estamos menos en los kioscos. No es casual: según el sindicato de canillitas Sivendía, dos empresas periodísticas -Clarín y La Nación- controlan la mitad de los circuitos de distribución. En paralelo, aumentaron los canales alternativos: suscripciones, centros culturales, otros puntos estratégicos.
* Seguimos resistiendo. Las estrategias de sostenimiento de las cerca de 200 publicaciones registradas por AReCIA son múltiples, pero en los lectores reside la mayor fortaleza de estas publicaciones: las ediciones gráficas alcanzan un total de 1,2 millones de lectores mensuales, mientras que las publicaciones exclusivamente digitales llegan a 2,8 millones de personas por mes.
* No vivimos del Estado: apenas el 17,4% de las revistas tuvo pauta oficial en 2015. Desde diciembre, ninguna tiene.

Así la cosa: hoy, ocho enormes empresas publican 75 revistas y 1200 trabajadores autogestionados editamos casi 200. Adiviná donde está el pluralismo. Adiviná quiénes están en riesgo.

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