domingo, 21 de febrero de 2010

Un año en la blogósfera

"La sátira no es menos convencional que un diálogo entre novios (...) Su método es la intromisión de sofismas, su única ley la simultánea invención de buenas travesuras. Me olvidaba; tiene además la obligación de ser memorable." (Jorge Luis Borges)

-Monseñor -exclamó al fin el cochero, a punto de estallar-, mientras permanezcas ahí mis caballos no podrán dar un paso.
-¿Y por qué no? -contestó el obispo.
-Porque es absolutamente necesario que yo suelte una blasfemia y Vuestra Ilustrísima se opone a ello; así, pues, haremos noche aquí si no me lo permite.
(Marqués de Saade, Un obispo en el atolladero)

Cuando Nati se cansó de insistirme (y hasta se mudó al Facebook), cuando el Corcho casi dejó de escribir, cuando había pasado la moda en que casi todos los grietos se hicieron el suyo, un día como hoy, hace un año, me hice un blog. Éste blog, El oficio de blasfemar, que ya tiene 52 posts; digamos, un promedio de uno por semana. Queloparió.
Parece mentira que haya pasado ese tiempo y también parece mentira que este lugar en el (ciber)mundo haya sido visitado desde más de 2000 ubicaciones distintas (así se cuentan los "visitantes únicos" en la blogósfera), que "en bruto" fueron casi 7000 visitas o páginas cargadas.

Que yo sepa, no se le festejan los cumpleaños a los blogs. Pero vale la efeméride para agradecer a quienes lo linkearon, además obviamente de Nati: Esteban, Juan, Luti, Fabi, también Indymedia, el blog La Grieta, las chicas del Taller de Serigrafía y dos amigos-abogados-poetas: el deambulante de Juan González M. y Julián Axat con sus Detectives Salvajes; colegas como Caro Sánchez Iturbe, Diego, Fede, e incluso desconocidos como Zimbon y Max, de Mundo Tiger. Otros tantos lo linkearon en sus perfiles de Facebook cuando algo les gustó (Clau tiene el primer puesto), o reprodujeron materiales colgados aquí -que para eso están- como quienes con razón se oponen al último proyecto represivo de la dupla Scioli-Stornelli.
Por último, hubo quienes lo hablaron. Elogiaron, discutieron, recomendaron, comentaron a mí o a otros. Típico de los visitantes primerizos fue decir algo sobre el nombre. Me prometí recordar aquí, cuando hubiera oportunidad, a dos que transformaron ese asunto en una invitación a la lectura. Este post viene a saldar esa deuda. En un cumpleaños, Eduardo Caracoche citó al Marqués de Saade. Y en un distendidísimo asado en el Potrero de Funes (República Autonomista de Saan Luis) que compartí con Alfredo Jaramillo y Pablo Katchadjian, uno de ellos evocó el título de un texto de Borges: El arte de injuriar, un ensayo publicado en su Historia de la eternidad (1936).
Esa expresión, "arte de injuriar", tiene un tono análogo al "oficio de blasfemar" declarado por un singular molinero incinerado por la Inquisición en el siglo XIV. Curiosamente, el texto del célebre escritor culmina hablando de la hoguera, a partir de una anécdota recogida durante los últimos años de la primera guerra mundial. Cuenta que Miguel Servet dijo a los jueces que lo condenaron: Arderé, pero ello no es otra cosa que un hecho. Ya seguiremos discutiendo en la eternidad.

Yo seguiré discutiendo la semana que viene. La hoguera, por suerte, ya pasó de moda. De la Eternidad no tengo coordenadas, pero es buen nombre para un bar.

viernes, 12 de febrero de 2010

Carnaval

Escribí esa palabra, carnaval, en dos textos recientes de este blog. Invitaba a pensar qué cosas, como jugar un picadito o circular una calle comercial sin dinero para comprar, podrían ser reprimidas si el Código Contravencional mentado por Scioli y Stornelli se aprobara.
Aquellos carnavales... dirá alguien, quizá un nostálgico, de esos que creen que todo tiempo pasado fue mejor y que carnavales eran los de antes.
Acá mismo donde escribo, en La Plata, durante varias décadas del siglo XX el carnaval fue una celebración pública masiva. La Municipalidad montaba líneas de lamparitas de colores entre los árboles de la avenida 7, desde la Plaza Italia hasta la Plaza Rocha, por donde circulaban los corsos y las comparsas. También instalaba y alquilaba palcos de madera (Obviamente, las costosas ubicaciones preferenciales permitían a la aristocracia platense seguir ostentando sus posiciones de clase). Los comercios vendían papel picado, serpentinas, pomos de agua perfumada, antifaces y máscaras. La participación era masiva.
La cosa no siempre fue fácil, claro. En 1931 -por ejemplo-, mientras regía del estado de sitio dispuesto por un gobierno de facto, se prohibió usar antifaces y caretas (léase: Scioli y Stornelli no inventaron la pólvora).
En los ´50 la fiesta se desplazó a la calle 12, pero el baile seguía. Los clubes de barrios organizaban sus movidas. Se lucían las orquestas locales. De aquella historia apenas queda la irreverencia de las bombitas de agua algunos días de verano.
La dictadura, con la represión feroz y la clausura del espacio público, dio un golpe fulminante. La mediatización del entretenimiento, hay que decirlo, también hizo lo suyo. La fiesta quedó herida. Desde los ´90, las murgas intentan recuperarla y –por suerte, también- reinventarla con otros colores. Y en esa movida, de un tiempo a esta parte la “restitución del feriado” se ha vuelto una reivindicación primaria, innegociable, como si fuera la educación pública o la justa distribución del ingreso.

No viene mal recordar –como ejercicio autocrítico sobre nuestras banderas- el origen católico de aquel feriado. Cosa e´mandinga, las cosas que logró la dictadura: que nos suene progresista reclamar por una fiesta con determinaciones religiosas.
Porque si este fin de semana fuera largo, quiero decir, si los próximos lunes y martes fueran feriados, sería porque faltan cuarenta días para las Pascuas. “Carnaval” significa, en latín, algo así como “adiós a la carne". Se trata de una festividad de tres días que anticipa una prohibición de cuarenta. A este tiempo de las “carnestolendas” –como se lo llama- en el que se satisfacen las necesidades del cuerpo, le sigue la cuaresma, tiempo de los ayunos y las abstinencias, sacrificios previos a la Semana Santa, de cuyo sentido litúrgico estamos más o menos al tanto.
La Iglesia no lo dirá así, pero lo que hay este domingo, lunes y martes es una suerte de permiso para pecar. Son días para una transgresión autorizada. A ese carnaval le sigue, según el ritual, el miércoles de ceniza: los católicos se confiesan y reciben su castigo, su penitencia. La Iglesia les dice, ese día: “Acuérdate de que eres polvo y en polvo te vas a convertir” (disculpen mi ignorancia pero ¿eso no contradice todo el asunto del paraíso?).
Claro que sobre esa historia se ha tejido otra, la de la experiencia vivida de comparsas y regocijos, risas y colores. La historia de algo que “no se contempla, se vive en él, se vive la vida carnavalesca”, como apuntó Mijail Bajtin hace muchas décadas, al estudiar esta forma de expresión de la vida popular. El carnaval como contacto libre y protagonismo en la multitud. El agolpamiento, el goce; los cuerpos sudados que se aproximan, se acarician, se tocan. Los gestos, las risas. Los excesos y la burla a la autoridad.
Quedamos entonces en una disyuntiva. ¿Realmente queremos un feriado cuyo lugar en el calendario lo define la regulación católica del (poco) goce y el (mucho) castigo? A eso, yo digo que no. Pero si se trata de permitir la alegría sin jerarquías, invitar al baile colectivo y promover una interpelación blasfema, claro que sí, de acuerdo. Pero como en el dicho y el tango: que todo el año sea carnaval.
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