miércoles, 16 de junio de 2010

Hacé click

Un taller sobre herramientas comunicacionales para militantes de organizaciones sociales, colectivos culturales, grupos foquistas y contraventores en general. Atenti, hay que inscribirse.

martes, 8 de junio de 2010

Periodistas

Justo al final del día del periodista, voy a recurrir a una mala práctica profesional: hacer públicos mensajes del ámbito privado, o semipúblico, sin pedir permiso.
Transcribo acá dos textos que tuve el placer de leer en el día, entre mensajitos de salutación y una ola de laburo que apenas dejó tiempo para contestarlos.
El primero ni siquiera sé quién lo escribe. Lo reenvía Vero, mi mejor amiga-periodista, junto a su propio mensaje de 27 caracteres sin espacios (simple y contundente: "¡aplicación de la ley de medios!"). Dice así:
-¿Cuántos caracteres?
Antes el periodismo se medía por líneas. Fueron fagocitadas por los caracteres. Una nueva unidad de medida que sirve para enmarcar una historia.
Pero también están los otros caracteres, aquellos que nos impone la vocación. Pasión, curiosidad, olfato, perspicacia, dominio, honestidad, talento.
Uno puede hacer una obra maestra con 500 caracteres como las aguafuertes de Götling, o deleitarse en una contratapa de Soriano redescubriendo a Sanfilippo que llevará 3000, o contar los 25 caracteres que encierran "hay un fusilado que vive" y que indujeron al Gran Rodolfo a escribir la mayor obra de investigación de habla hispana, Operación Masacre.
No importa el número, tal vez un poco la aptitud, pero sin dudas la clave está en la actitud.
Todos pasamos por Plaza Francia y vemos vagabundos. Sólo el Aleman fue capaz de retratar en uno, las penas de todos. Y ganó el Premio Rey de España.
Sin embargo lejos de ese ideario, otros periodistas travisten sus caracteres al mejor postor. Escriben largo, tedioso, pertinaces, recurrentes. Y ponen en duda los propios caracteres de la profesión: honestidad, verdad, transparencia.
Bien podría el Bicentenario convertirse en un punto de partida para discutir, reflexionar y debatir, qué periodistas queremos ser.
Mi equipo forma con Moreno, Arlt, Scalabrini, Soriano, Walsh, Garcia Lupo, Verbitsky, Göttling y muchos más que están en la casona del anonimato. Y de tantos otros que se miran todos los días en esos espejos.
Para ellos, para ustedes, Feliz Día.

Con el segundo me sorpendió esta noche el lúcido Felix Crous, uno de esos fiscales que valen la pena, y provocador también, un polemista de los que sacuden la modorra e invitan a pensar:

El día del periodismo y la otra banalidad del mal
Ya expira el día del periodista. Los periodistas de Crítica sacaron una edición especial para juntar unos mangos para su lucha; no cobran su salario, dicen. Mata los cagó.
Propongo un ejercicio ¿Qué pasaría si Mata no los hubiera cagado? ¿estarían escribiendo los mismos titulares, las mismas notas, cubriendo los mismos eventos? Quiero decir ¿estarían sesgando la realidad, mintiendo, siendo el panfleto de la oposición, el vocero de sojalandia? Y si la sojigarquía hubiera conseguido lo que se proponía: otro helicóptero, en vez de Isabel y del Marmota como pasajeros con Cristina como transportada y Cleto en el sillón presidencial, todo ello con el empujoncito del pasquín en el que trabajaban ¿hubieran tronado de indignación? ¿o hubieran recibido un plus en el salario, una promoción en ese u otro medio del cartel golpista, un carguito en algún nuevo Ministerio?
No sé si estuve desinformado, pero antes de que Matta los cagara y no les pagara el salario, creo que no hubo un paro de actividades, una huelga de verbos caídos porque lo rajaron a Hernán Brienza, el Subdirector del Culturas, quien se negó a cumplir la orden del capatáz de escribir contra el insolente -y traidor a la patria oleaginosa- Torugo Morales, lo que violentaba su opinión del natural del Cardona.
Los periodistas son trabajadores que tiene familia que mantener, solo hacen su trabajo. Ellos no dan las ordenes ni marcan la línea editorial; la independencia no existe; no tiene margen de maniobra. Nos es nada personal (dijo Frank Nitti); solo cumplo ordenes (dijo el sargento ayudante que manejaba el Falcon de la patota); no tenía alternativa (se justifican los carceleros del Vesubio).
Imaginemos que sí, que hay una moral y una ideología en esos obreros de la palabra, distinta a la que rezumaba el medio en el que trabajaban y que -vale recordar- ellos gestaban y lo hacían nacer, cada madrugada. Esa moral, íntima y de sobremesas chicas, muerde con las encías como los gatos viejos. Los colmillos se afilan en el kiosco y esa moral en acción (que suelen llamar ética) se divorciaba de aquella moral soplada con sordina.
Hasta hace unas semanas, cuando Matta terminó de cagarlos, ponían su talento argumentativo, su fuerza retórica, su capacidad expresiva, al servicio de la piedra esmeril de las ilusiones llamada Crítica de la Argentina. Elegían cada verbo, cada sustantivo, cada adverbio; elegían por elegancia, por costumbre o por amor propio, donde poner cada punto y coma. Modelaban y festejarían cada hallazgo irónico, esa prueba de la inteligencia que acaricia el ego.
Nunca le gritaba al público “¡ahí va la pelota embarrada!”. Embarrate y jodete.
Pero Matta los cagó y hoy son trabajadores en lucha. Mañana capaz que los contrata Spolski y volverán a hacer su trabajo. Porque son trabajadores; no hay independencia; no hay margen de maniobra; yo no elijo qué escribir; yo no decido la línea editorial.
Hago daño por fatalidad del oficio y deriva existencial.
Hanna Arendt hubiera creado un subtipo de la “banalidad del mal”: la banalidad textual.
Agoniza el día del periodista. Ojalá el año que viene festejemos ese día con más periodistas. Si Mariano Moreno y Rodolfo Walsh -de similar trágico sino- emergen de sus abismos, los cagan a patadas en el culo.

Yo refrito mi mensaje de la mañana: A los compañeros que apuestan a la comunicación comunitaria, a los que trabajan dignamente sin entregarse a los intereses de sus empleadores, a los que reclaman por sus derechos; a los que fueron, son y serán fieles al compromiso de dar testimonio en tiempos difíciles, feliz día.

miércoles, 2 de junio de 2010

Un mañana

Pascual tiene mi edad y está preso por una ley de Pinochet. Es mapuche y nació en Temuco, al sur de “Chile”: ciudad chiquita pero capital de la IX Región, ciudad fragmentada, ciudad llena de comercios y malls, donde alguna vez vivió Neruda y toda su familia, aunque esa condición convoca a pocos y apenas una placa de madera -que puso un viejo loco, por iniciativa propia- señala la casa que habitó el poeta.
Pascual tiene mi edad y mi oficio, y estuvo por acá desde el 2003, cuando huyó de la persecución política. Hasta hace poquito andaba por estas calles. Ahora está encerrado. Preso en un país raro donde el día es corto, los libros son carísimos, los taxistas dan ticket y no se entiende bien qué tiene el socialismo de socialista.

Chile es un Estado adelantado en materia de leyes antiterroristas, esos engendros jurídicos propios del derecho penal del enemigo que de un tiempo a esta parte se promovieron en nuestros países para criminalizar a la protesta. Rige una norma de la dictadura que impone enormes penas para “delitos” como tomas de terrenos. En 2009, el Comité de Naciones Unidas para la Eliminación de la Discriminación Racial instó a no utilizar esa ley contra ciudadanos mapuches por demandas sociales vinculadas a sus tierras ancestrales, pero el Estado chileno sigue aplicándola. Hoy Pascual Pichún Collonao está preso en un penal de Traiguén por una causa armada en 2002, cuando su comunidad resistía la avanzada de multinacionales forestales.

Yo lo conozco como Manu. Así se presentó en el 2006, si mal no recuerdo, cuando empezamos a romper las pelotas con el justo reclamo por los restos humanos de pueblos originarios que el Museo de La Plata atesora como trofeos de guerra. La nota de La Pulseada fue tapa de un número aniversario de Azkintuwe, el periódico mapuche del que él era corresponsal y que se edita en Temuco, su tierra natal, la que lo obligó a irse y la que lo tentó a volver.
Para todos en La Plata era Manu. Manuel Lonkopan: tal el nombre que adoptó en el exilio.

Manu, Pascual, se convirtió en nuestro colega por obra del destierro, cuando llegó a Argentina pidiendo asilo político. Tenía 20 años. Se anotó en la Facultad, donde cursaba cuarto año; colaboró con un par de cátedras, dio clases en alguna cárcel, y siguió militando por los derechos de los pueblos originarios. Conducía el programa La Flecha en Estación Sur, una radio comunitaria que está cumpliendo sus primeros cinco años. Pero extrañaba. El paisaje, la lucha, la familia, todo eso y más; quién sabe.

Cafetear: así dicen en Temuco cuando te invitan un café. Acaso extrañaba eso, también, por qué no. O los atardeceres. O algún abrazo fraterno.
Además de ser la capital de la región más conservadora de Chile (en ella la dictadura pinochetista ganó su plebiscito; y fue la única donde Bachelet perdió las elecciones, en su momento), Temuco tiene una gran población mapuche, la más grande en proporción, aunque no se note en el centro urbano, donde la escena está dominada por farmacias que parecen supermercados o estaciones de servicios. Sí: algunas abren las 24 horas y tienen grandes playas de estacionamiento. En el centro hay una por cuadra, a veces tres en una misma esquina, y lucen promociones: “lunes y jueves, 20% de descuento” o “viernes, 40% en genéricos”. Uno se imagina la gente aprovisionándose de medicamentos que no necesita. Cosa de locos. Herencia de Pinochet, quizá, aunque ya no se puede cargar de todas las culpas al dictador. Hay que empezar a asumir otras responsabilidades. Tras dos décadas de “democracia”, Chile tiene presos políticos. Uno es Pascual Pichún -para nosotros Manuel Lonkopán.

En Facebook también es Manu, aunque en su “muro” reencuentra palabras de afecto tal como las escuchaba de chico. Ahí es “fan” de Azkintuwe, de la revista RDI, de La Pulseada, de Osvaldo Bayer, de “dormir abrazados” y de Calle 13. Sus compañeros de ruta le dejan abrazos y mensajes en lenguas mixturadas. Ahí colgó la foto que acompaña este post, el 30 de diciembre pasado, con el título “Cordillereando”. Volvía. Quería volver. El exilio produce una honda sensación de desamparo, de vivir a la intemperie, escribió Gelman una vez.
Sabía del peligro. Pero necesitaba volver.

Los carabineros lo detuvieron el 26 de febrero, el día anterior al terremoto que conmovió al mundo. Estaba con su hermano Rafael. Iba a ver a la familia, a abrazarse después de años. Ahora está encerrado. Compañeros de aquí y allá expresan solidaridad. Van apareciendo más y más adhesiones. En la web circula un documental de María Teresa Larraín: “El Juicio de Pichún”. Este domingo, una de las “5 Plazas” con que Estación Sur celebra su aniversario, estará dedicada a reclamar por él y todos los mapuches perseguidos. Será en el Parque Saavedra -en La Plata, la ciudad que lo refugió- desde las 14 horas.

“Agradezco a cada uno de los amigos que me han acompañado en estos años y me han enseñado el valor de un ser humano. Pero sobre todo han estado en los momentos tristes y felices que se descubren en el camino de lucha que compartimos”, dice Pascual, Manu, en una carta desde prisión. “Me apresto a iniciar este camino, nuevamente soy uno de los cuántos peñi presos por soñar, siendo perseguido y temiendo ser asesinado por esta falsa democracia. Siendo esta la forma en que ellos celebran su bicentenario, pero nuestra historia es mucho más que doscientos años, más que esta ciudad, que estas cárceles. Por eso sonreímos todo el tiempo y le encontramos sentido a la vida e intentamos pensar en un mañana, en un futuro para nuestros hijos”. Manu es Pascual, que tiene 27 años y esa serenidad. Está en una cárcel de Traiguén. A nosotros nos toca estar en las calles y en las plazas, por él y por todos. Por ese mañana.


martes, 1 de junio de 2010

Matrimonio entre raros

Hace unos cinco años que va y viene por la web este texto, que tiene tanta ironía como actualidad. Me lo recordó Clau y lo comparto en este antro de blasfemias:

Estoy completamente a favor del permitir el matrimonio entre católicos. Me parece una injusticia y un error tratar de impedírselo. El catolicismo no es una enfermedad. Los católicos, pese a que a muchos no les gusten o les parezcan extraños, son personas normales y deben poseer los mismos derechos que los demás, como si fueran, por ejemplo, informáticos u homosexuales.

Soy consciente de que muchos comportamientos y rasgos de carácter de las personas católicas, como su actitud casi enfermiza hacia el sexo, o la defensa a ultranza de sus ministros pederastas o de sus arzobispos perseguidos por delitos económicos, pueden parecernos extraños a los demás. Sé que incluso, a veces, podrían esgrimirse argumentos de salubridad pública, como su peligroso y deliberado rechazo a los preservativos. Sé también que muchas de sus costumbres, como la exhibición pública de imágenes de torturados, o las insinuaciones de zoofilia entre una mujer y un palomo, puedan incomodar a algunos. E incluso el que no hayan condenado su pasado bañado en la sangre de víctimas a las que llamaban, según la época, infieles, herejes, rojos o liberales; o espolvoreado con las cenizas de científicos, curanderas (brujas) o simples enfermos mentales.

Pero todo eso no es razón suficiente para impedirles el ejercicio del matrimonio.

Algunos podrían argumentar que un matrimonio entre católicos no es un matrimonio real, porque para ellos es un ritual y un precepto religioso ante su dios, en lugar de una unión entre dos personas.

También, dado que los hijos fuera del matrimonio están gravemente condenados por la iglesia, algunos podrían considerar que permitir que los católicos se casen incrementará el número de matrimonios por “el qué dirán” o por la simple búsqueda de sexo (prohibido por su religión fuera del matrimonio), incrementando con ello la violencia en el hogar y las familias desestructuradas. Pero hay que recordar que esto no es algo que ocurra sólo en las familias católicas y que, dado que no podemos meternos en la cabeza de los demás, no debemos juzgar sus motivaciones.

Tampoco debemos juzgarlos si creen que la mujer es inferior al hombre, e indigna, por ejemplo, de ejercer el magisterio dentro de su secta o iglesia. Y aunque eso violente un principio básico de cualquier constitución civilizada, no por ello debemos ser con ellos tan estrictos como ellos intentan ser con los demás.

Por otro lado, el decir que eso no es matrimonio y que debería ser llamado de otra forma, no es más que una forma un tanto ruin de desviar el debate a cuestiones semánticas que no vienen al caso: aunque sea entre católicos, un matrimonio es un matrimonio, y una familia es una familia.

Y con esta alusión a la familia paso a otro tema candente del que mi opinión, espero, no resulte demasiado radical: También estoy a favor de permitir que los católicos adopten hijos.

Algunos se escandalizarán ante una afirmación de este tipo. Es probable que alguno responda con exclamaciones del tipo de “¿Católicos adoptando hijos? ¡Esos niños podrían hacerse católicos!”. Veo ese tipo de críticas y respondo: Si bien es cierto que a los hijos de católicos, y al contrario que, por ejemplo, ocurre en la informática o la homosexualidad, los inscriben en su secta sin que hayan alcanzado la mayoría de edad, sin consultarles, y sin poder borrarse después, violentando la Ley de Protección de Datos, con el fin de obtener beneficios fiscales de difícil justificación, ya he argumentado antes que los católicos son personas como los demás.

Pese a las opiniones de algunos y a los indicios, no hay pruebas evidentes de que unos padres católicos estén peor preparados para educar a un hijo, ni de que el ambiente religiosamente sesgado de un hogar católico sea una influencia negativa para el niño. Además, los tribunales de adopción juzgan cada caso individualmente, y es precisamente su labor determinar la idoneidad de los padres.

En definitiva, y pese a las opiniones de algunos sectores, creo que debería permitírseles también a los católicos tanto el matrimonio como la adopción.

Exactamente igual que a los informáticos y a los homosexuales.

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