miércoles, 30 de diciembre de 2009

Elogio a los muñecos

En esto siempre fui poco platense: nunca me gustaron mucho los muñecos. Quizá sea por el gesto de hacer algo para quemarlo –aunque sí me agradan otras expresiones de arte efímero–, o bien por el ruido y la pirotecnia, que nunca se fomentó en mi familia ni me atrajo.
Los últimos cuatro o cinco fines de año los pasé fuera de La Plata, así que ni los vi. Sólo una vez participé del armado de uno, con amigos de Bernal. Quemamos a Samanta Farjat. Era plena temporada post jarrón de Cóppola, cuando nacían los mediáticos en la tele basura.
Esta vez hay algo que me atrae de los muñecos. Y no hablo de ninguno en particular: no es la estética ni son los motivos representados los que me convocan al elogio, sino la práctica.
La práctica de lo colectivo ante todo, en una época de desencuentros y retóricas del individualismo. El ejercicio de distribuir tareas, poner el cuerpo y compartir en un grupo que va más allá de la familia y a menudo es inter-generacional.
También, por qué no, la hazaña de proyectar y construir algo con las propias manos, en tiempos de pérdida de ciertos saberes populares, decadencia de la educación técnica y promoción de un ultra-consumo que multiplica los productos inútiles pero automáticos. Por último, sin ninguna duda, la decisión de ocupar la vereda, la rambla, la calle. Algo que se hizo siempre, pero se ha vuelto provocativo como nunca.
No lo era en los orígenes del ritual, allá por los años 50, cuando los espacios públicos se vivían de otro modo, y también los lazos comunitarios: los primeros momos, de hecho, fueron iniciativa de vecinos agrupados en clubes sociales y deportivos.
Hoy vivimos en ciudades de inseguridad televisada; de rejas, cámaras y vecinos en alerta que se relacionan desde la sospecha; de incluidos con miedo (a los excluidos) que, con voces de autoridad o silencios que otorgan, piden más y más medidas represivas.
En ese contexto, el hecho de que haya pibes en la calle aunque no estén yendo al colegio ni al trabajo, que estén juntos, que permanezcan de día y de noche, se vuelve una elogiable provocación.
Porque si juzgáramos esta tradición con la última iniciativa del programa político de la intolerancia, centenares de platenses deberían pagar multas o ir a prisión por el cúmulo de faltas cometidas. Pensémoslo un poco: los chicos piden monedas; los muñecos obstruyen el paso y a veces tienen palabras o imágenes que, según un juicio subjetivo, pueden ofender la decencia. Se toma alcohol en la vía pública. Y en la madrugada del primer día del año, los vecinos se reúnen tumultuosamente, mientras se producen ruidos de cualquier especie que afectan la tranquilidad de la población.
Todas y cada una de esas acciones son penadas en el Código Contravencional que redactaron los “equipos de gestión” del gobernador Scioli. Dicho sea de paso, esa propuesta tiene estado legislativo y, si la movilización social no la frena, podría ser aprobada en marzo. Tengamos esto presente si empezamos el año contemplando un muñeco que arde en llamas. Quizá la luz del fuego, los pies puestos en la calle y el encuentro con amigos en el espacio público, nos ayuden a reflexionar sobre lo que aparece como ataque contra la inseguridad y lo es, en verdad, contra algunas de las libertades más básicas.

IMAGEN "Sapodragón", muñeco realizado por el grupo
La Grieta y amigos, Meridiano V, fin de 2008


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