Para Carlos Aprea
“Nos gusta cocinar.
Nos gusta escribir.
Nos gusta sacar fotos.
Nos gustan los encuentros.
Nos gusta contar historias.
Queremos reivindicar esos placeres. Queremos encontrarnos con ricas comidas y con ricas personas”
Así decía parte de la invitación que mandé en noviembre del año pasado a cinco personas, elegidas combinando azar e intuición. Antes había hablado con un fotógrafo de quien tampoco sabía mucho -sí, que además de la cámara le gustaba meter mano y corazón en la cocina-. El proyecto: contar recetas y, al hacerlo, contar sus historias. La propuesta, igual para los cinco, era “que nos juntemos un día, una noche, a cocinar y conversar”. El invitado o la invitada elegían la comida, por el motivo que quisieran: “La elección es completamente libre. La idea es que cocinemos juntos, ensuciarse las manos mientras escribimos algo o sacamos alguna foto; y que nos cuentes la preparación mientras la llevamos adelante. La idea es que el encuentro sea en tu casa, en tu cocina, porque la identidad del lugar es parte del relato que queremos producir: un entrecruzamiento de las recetas con la historia de las recetas, la identidad de quien las cuenta y la situación que compartimos”.
Fue hace un año. No sabía -ni quería prever- que resultaría. Tres personas contestaron. Sólo una concretó. “Primera cita”, dice una de las primeras páginas del pequeño cuadernito espiralado que compré el mismo día que visitamos a Carlos y a Reneé en su casa de Villa Elvira.
Hacía un calor. El verano le jugaba en contra al poeta, encantado con la invitación, que en otro momento del año no hubiese dudado el menú: guiso. “El guiso se presta a mayor creatividad”, sentencia. “Y es una comida donde todos pueden colaborar, por eso dicen que no hay dos guisos iguales”, agrega luego, mientras dubita qué tarea delegar: ya hizo las compras, tomó las riendas del asunto y está decidido a ser el autor de la obra.
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Es un sudado viernes de diciembre, aunque el almanaque en la heladera todavía marca noviembre, 15. Del mes pasado datan las bananas que están sobre la barra de madera, puerta de entrada a una cocina de baldosas rojizas, que a simple vista se descubre habitada con pasión. Lo saben bien el pingüino del vino tinto, las tablas de madera gastadas, la fondeu, las asaderas que descansan sobre la heladera. Por el ventanal rojo sale un alargue hacia el patio desde donde nos mira Frida, la gata que se pasa de mimosa. Allí será el lugar de degustación. Pero adentro, en el centro neurálgico de la casa, comienza la historia.
El capítulo principal se titula lomitos al champiñón pero tiene un prólogo preparado antes de nuestra llegada: brusquetas. Así, y con una cervecita fría, arrancamos a charlar de la propuesta y sus posibles derivas. Tenemos más preguntas que respuestas. Empezamos con la comida. “El secreto de esto, para mí, es el aceite de oliva”, dice Carlos y nos habla de las ensaladas meridionales, la combinación de sabores, las alquimias de la cocina. De los cinco invitados, Aprea era el hombre de letras: lo conocemos por escritor, poeta experimentado, con libros publicados. Sorpresa: no hablaremos de literatura -acaso sí algo de cine, al final de la noche- sino de química. Y resulta que Carlos es técnico químico, aunque apenas haya ejercido aquel oficio que le truncó la dictadura primero y el menemato después. Su primer trabajo se frustró con el golpe; al segundo, en YPF, sobrevino el desguace del Estado. La química quedó guardada para la cocina.
-Es lo único que me quedó de ser técnico. Parece joda, pero te quedan aprendizajes -asegura Carlos mientras empieza a picar los echalotes, esa especie de híbrido entre la cebolla y el ajo recientemente incorporado a la cocina argentina. En la mesada espera un buen trozo de lomo, buscado con dedicación: toda una aventura encontrar un lomo que no sea feedlot (engordado en corral), relata el escritor, químico, aventurero que asegura cocinar tres o cuatro veces por semana y cuenta que toda receta combina la enseñanza de alguien y la experimentación propia.
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Mezcla. Eso es la comida, eso somos, y eso es Carlos Aprea: villaelvirense, nieto de españoles por vía materna y de italianos por lado paterno, juntado con una mujer de origen judío-polaco. Habitantes de una ciudad dentro de la ciudad, dos descendientes de europeos criados a papa y maíz, “lo más grande que América le dio al mundo”, según afirma Carlos (que alguna vez, hace ya una década, pasó por la cátedra libre de Soberanía Alimentaria), mientras cuchillea de atrás para adelante con la mano izquierda y habla de la “versatilidad de la papa”. “Tenés millones de variantes”.
Esta noche, en su cocina, las papas esperan el turno para convertirse en noisette con “un adminículo” -la palabra es suya- especialmente diseñado para ese fin. Salpicamos Italia, España, Nuestramérica, Francia.
La mezcla empieza en la feria, asegura el anfitrión, que compró casi todo en Diagonal 73 y es hijo, además de todo, de una familia de feriantes. “La feria es una fuente natural de recetas, de cruces”. De ahí vinieron los champiñones, que tienen que estar bien blancos. De ahí vino el echalote, que servirá como fondo para la cocción de los hongos, y que ya está cortado chico cuando Carlos derrite un poco de manteca en la sartén Essen. Resuena el crujido de la grasa en la cocina acogedora con estantecitos llenos de detalles, llenos de Carlos y René, de sus amigos y sus hijas.
La actividad se concentra en la hornalla y en una pequeña porción de la mesada en ele, desde donde se ve a Frida y la mesa en la que más tarde se hablará de las inundaciones, los teléfonos con internet y la música brasileña. Adentro, Carlos economiza recursos: para no usar tres fuentes, sella la carne en el mismo fondo de cocción donde doró la papa. Hace y sigue. De a ratos recuerda la consigna y pone la receta en palabras. Que puso pimienta y no sal, remarca. Que es difícil que el lomo falle, confiesa. Que agregará un vasito de vino y ahora, más aceite.
-Para aumentar el punto de fusión -explica el químico.
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Ahora piensa y comenta que hay otro parecido entre la cocina y la química: un montón de cosas son accidentes. La penincilina y el dulce de leche, ejemplifica. Ambos, azares de la historia.
De vuelta sobre la creación, con el lomo ya sellado, lo envuelve en panceta y lo ata con un nudo “tipo lacito”.
-Algunos lo hacen como una receta aparte -comenta-. A mi me gusta la combinación.
-Es un trabajo de artesano...
-Y sí, en parte sí. Pero después gusta más.
Sobre la mesa hay unas xilografías que Edgardo-Antonio Vigo hizo sobre finales de los ochenta. Hablamos del arte, que “no es una teoría; es un acto de libertad”, según la frase que el anfitrión entrega en un papelito pretendiendo que adivinemos su autor, Luis Pazos.
La cocción continúa.
-¿Cómo te das cuentas de que está la carne?
- Y... Es a ojo.... Diez o quince minutos. Cuando se va cocinando, va cambiando de color, se va ablandando, se va achicando -dice el autor y agrega un poco de queso Finlandia, sabor gruyere, para darle más cremosidad a la salsa. -Si uno quiere ser estricto, no deberías nada -se ataja y sigue.
Al final de la receta, echa los campiñones y más crema,“a lo bestia”; hasta la papa entra en la misma olla. “Yo prefiero que los sabores estén combinados”, aclara. En el restorán no es así. Pero en este encuentro de personas, recetas e historias, esta noche de diciembre en la cocina del poeta de Villa Elvira, todo se mezcla.
Fotos: Pablo Kauffer
PD: Gran parte del registro y los primeros apuntes del encuentro con Carlos se fueron hace un tiempo, sin retorno posible, con el robo de mi computadora (Si no sos riguroso con los backups, no tenés que demorar en concretar tus proyectos: esa es la lección). Con esa limitación, reconstruí como pude aquella noche, en honor a quien nos hizo deleitar con sus lomitos y que -dicho sea de paso- el domingo 21 presenta su último libro de poemas, Villa Elvira.
Quiero más de esto. Es placer puro.
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