Relato escrito para el libro
Agua en la cabeza,
Agua en la cabeza,
Club Hem/Pixel, abril de 2014 .
Nunca me gustó mucho mi barrio, y eso que es el barrio que elegí, cuando era pibe, y mal que mal sigo acá hace quince años.
Es oscuro, hostil, abrumador. Jamás hay silencio ni tranquilidad. Dicen que si los hubiera, el barrio desaparecería. Así nomás. Se habla mucho, todo el tiempo, aunque se dice poco. Y la sinceridad escasea. Pocos dicen por qué dicen lo que dicen.
En mi barrio hay muchas fachadas, muy lindas, pero ningún lugar es sólido. Casi todo está en alquiler. Hay mucha mudanza; la gente que está acá mañana se va a vivir enfrente, a la vuelta, a la otra calle. Y hay una gran desconfianza, también. Las palabras se usan a medias. Los ojos están cansados de sospechar. En la calle todos te saludan, pero nadie te avisa cuando pasa algo importante. El que avisa no traiciona, dice el dicho. Acá todos traicionan.
Suena fatal pero es así. Quiero decir: odio a mis vecinos. A la mayoría.
O quizás no. Quizás no los desprecio sino que me dan lástima. Muchas veces no tienen la culpa. Un poco sí, pero también es cierto que el clima tira. Se criaron acá y entonces... en fin. Son competitivos, individualistas, dan la vida porque las cosas lleven su nombre. Acá la fama es la perdición. La gente se vuelve jactanciosa, se olvida de dónde vino. Y eso que nadie nació acá: todos se creen fundadores, refundadores, hombres y mujeres de una gloria indiscutible.
Y como en todas partes, hay excepciones. Refugios. Lugares que sentimos que son todo, aunque uno sabe que son una islita. Uno quisiera que fueran el mundo, y a veces hasta lo cree, hasta que sale a la calle y se encuentra con los personajes de siempre: la vieja autoritaria, el gordo hipócrita, el pendejo creído. Más digo: creo que nunca me fui de acá porque están esas excepciones que son esperanzas. Porque siento que poquito a poco, cada vez somos más. Que un día, ojalá, estos pagos se llenarán de gente sincera, frontal, talentosa pero humilde, capaz de hacer cosas por el otro.
Hay personas que son así. Son compañeros. Yo por suerte los conocí de chico, y me amparé en ellos. Son como una comunidad adentro de otra. Por eso no me doy mucho con los otros vecinos, ni ando vendiendo el alma de casa en casa. Más de una vez me dije: si algún día me obligaran a frecuentarlos, a hacer las cosas que ellos hacen, me mudaría a cualquier otro lado. Y al final me quedé acá. Uno siempre cree que las cosas pueden cambiar.
Enfrente, en ese predio enorme, vive un viejo conservador. Con mucha guita, negocios por varios lados, y un prestigio ganado quién sabe cómo. Para mí es insoportable. Si por él fuera, encerraría a todos los pibitos pobres que le pasan por delante pidiendo una moneda. Viejo choto, de esos que te hablan del orden y la moral y por lo bajo piensan lo bien que vivían en la dictadura. Pero mucha gente lo quiere, o dice que lo quiere, y le presta mucha atención. Y uno piensa: algún día se van a ir todos estos y la cosa va a ser distinta. El viejo tiene más de cien años, un día se tiene que morir. Quién dice, de repente las cosas cambian.
En abril, sí. En abril tuve esa sensación de que algunas cosas cambiaban. Que estaba bueno seguir acá, en el barrio, con estos compañeros, viviéndolo de otro modo. Fue triste y alegre a la vez. Los días se hicieron largos, difíciles, furiosos. Dicen que cuando el agua sube, lo primero que sale a flote es la mierda. Pero acá la mierda es la vida cotidiana, entonces lo que salió a flote fue otra cosa. Fue como una señal, de esas que tienen un antes y un después, que dejan una marca. Una escena increíble: los de enfrente estaban inmutables, incapaces de reaccionar. Se quedaron sin palabras mientras nuestras casas se llenaban de vida. Acá, en esta porción del barrio, nos convertimos en brújula para quienes buscaban respuestas en una ciudad desvencijada y extraña. Aparecieron caras desconocidas, inesperadas, que buscaron amparo entre nosotros. Que le dieron valor a nuestras palabras. Que le dieron sentido al dar testimonio. Y en la emergencia, conocimos otros vecinos que son compañeros. Con ellos recordamos, como en otros tiempos difíciles, por qué habíamos elegido estar acá, en este barrio de palabras, en este oficio mágico y maldito.
Buenisimo!
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