Esta semana el gobierno anunció que a partir del 10 de febrero, los pasajeros de trenes y colectivos de por acá pagarán más caro sus boletos (es decir, sin subsidio) si no tienen la tarjeta SUBE.
Hasta ahora, tenerla o no tenerla era una opción. Yo había elegido la alternativa de juntar moneditas para pagar el bondi, porque recordaba algunos debates que se han dado –y muchas veces, perdido- en Europa y Estados Unidos a propósito de la tensión entre la informática y las libertades públicas.
Como bien relata Armand Mattelart en su libro
Un mundo vigilado, la informatización de la sociedad y la posibilidad de “interconexión de ficheros” está configurando una nueva etapa del control social. Se ha hablado en estos días sobre ciertos proyectos en danza en Estados Unidos, de vigilar e intervenir sobre los
IP de las conexiones web: Internet es, claramente, una gran fuente de información sobre nuestras vidas privadas. De nuestros consumos hablan las tarjetas de pago. Como decía el psicólogo social J.P. Lemasson cuando sugieron:
“Las tarjetas de pago constituyen hoy en día una de las amenazas más serias para los derechos y libertades fundamentales. En la medida en que, mediante éstas, las empresas de servicios recogen, tratan y difunden siempre más informaciones sobre las personas, sus comportamientos, sus gustos…, disponen de medios muy sofisticados para incrementar el control de los particulares y aumentar así su cuota de mercado”. En el mercado de hoy esos datos se llaman
informaciones transaccionales, y se pagan bien.
Las tarjetas electrónicas de transporte suman, en ese panorama, el conocimiento de nuestros recorridos. Hace ocho años, tras muchas presiones y amenazas, el gobierno estadounidense consiguió que las compañías aéreas entregaran una base de datos que incluye 34 registros: nombres completos de los pasajeros, direcciones postales y electrónicas, teléfonos, tarjetas de crédito y hasta preferencias alimentarias. El filtrado de esos datos a través de un “sistema de control preventivo asistido por ordenador” (
Computer Assisted Passenger Prescreening System o CAPPS II) significó la derogación de la directiva 1995 sobre protección de datos personales y también la infracción de acuerdos de derechos humanos que prohíben la utilización con fines de seguridad de datos recogidos por razones comerciales.
Las tarjetas como SUBE, en la medida que son personales e intransferibles, dejan igualmente registro de todo: qué transporte tomamos, qué día y hora, y dónde. Con una buena combinación de datos, quizá hasta podamos vernos subiendo al micro, dada
la proliferación de las cámaras de vigilancia electrónica que ya amenaza la esencia misma de las ciudades. En un post donde traté ese tema citaba un
tweet del siglo XIX de Thomas Jefferson que dice:
“Si estáis dispuestos a sacrificar un poco de libertad para sentiros seguros, no merecéis ni lo uno ni lo otro”. Agreguemos hoy: si estás dispuesto para ahorraros moneditas y obtener un subsidio, idem. Porque así es: ahora estamos obligados a entregar más datos de nuestras vidas a favor de una causa aparentemente noble.
La medida tiene la lógica de terminar con el “festival de los subsidios” pero, así tomada, ni siquiera lo hace en un sentido progresivo. En parte está bien, en la medida que conviene dirigir la ayuda económica al usuario y no a la empresa concesionaria. Pero la SUBE no es una tarjeta entregada sólo a los sectores más postergados, a jubilados y beneficios de planes sociales. Alguien que paga fortunas de impuesto a las ganancias –o que lo evade- puede sacar la SUBE y al contrario, pueden no tenerla muchos ciudadanos migrantes o que por vivir en la marginalidad no tienen su documentación en regla.
Y convengamos que en nuestras ciudades enfermas de automovilismo, suelen ser los pobres los que viajan en bondi o en tren. ¿Si mejor le sacamos los subsidios a los peajes y a ciertos usos del combustible? ¿Y si hacemos más progresiva la estructura impositiva y multiplicamos el transporte público? Todo bien con ordenar las cuentas, peno no a costa del derecho a la vida privada.
La cuestión es que en los ´90 nos bancarizamos, en los ´2000 poblamos las ciudades de cámaras y ahora estamos casi obligados al Sistema Único de Boleto Electrónico. Al final, los herederos de
1984 no eran las personas que tiene en cautiverio una productiva televisiva y que Telefé nos muestra haciendo boludeces. Somos todos. Suban. Sonrían. Bienvenidos al
Gran Hermano.