“Hay que darle más poder de fuego a la Bonaerense" (Carlos Stornelli, ministro de Seguridad provincial)
“…una jauría de hombres degenerados, un hampa de uniforme,
una delincuencia organizada que actúa en nombre de la ley”
(Rodolfo Walsh en Primera Plana, hace más de cuatro décadas)
Uno de los puntos oscuros del Código Contravencional pergeñado por el sciolismo es que se basa en la sospecha. No persigue a quienes cometen una falta, sino a quienes parecen hacerlo (por ahora dejamos de lado qué define como falta pero recordemos que festejar el carnaval, por ejemplo, sería objeto de sanción).
La tentativa se inscribe en lo que de un tiempo a esta parte, entre los penalistas críticos, se ha llamado derecho del enemigo: una barrabasada que aplasta todas las convenciones de derechos humanos habidas y por haber, aparecida en general con la excusa de perseguir al “terrorismo”, aunque en la práctica instituye mecanismos para reprimir el disenso social y la pobreza indócil. La idea es que el derecho penal del enemigo no persigue actos, sino actores. Personas. Ciudadanos. ¿Por qué? No por lo que hicieron, sino por lo que podrían haber hecho o harían quizás.
No es antojadizo inscribir al proyecto del Gobernador bonaerense en la línea de una acción punitiva basada en la sospecha. Por caso, la contravención definida inicialmente como “merodeo” no puede ser identificada sino por la subjetividad de quien aplica la norma. Todos andamos por la calle y rondamos inmuebles y cosas, pudiendo generar inquietud a particulares. Merodear es, en la lógica de nuestras sociedades, andar sin consumir. Merodear será, en una aplicación bonaerense de la ley, circular por el centro siendo morocho. Al fin y al cabo, se persiguen sujetos y no acciones.
Si obviáramos que, desde ya, operar sobre la sospecha rompe con la presunción constitucional de inocencia (¿se acuerdan? Aquello de "…hasta que se demuestre lo contrario"), la cosa se agrava si pensamos quiénes efectivizarán la norma. Prestando su aliento estará, seguramente, un coro de vecinos-bien temerosos de todo, que se enclaustraron en sus casas por miedo y ven mucha tele. Vale decir que una vez anunciado el proyecto –antes siquiera de que tuviese “estado legislativo”- se multiplicaron los llamados al 911 denunciando la presencia de “merodeadores”… Los medios desinforman bastante, claro está, y el común de la gente no tiene muy presente el asunto de la división de poderes (Sobre esa ignorancia –perdón la digresión- en los noventa el neoliberalismo logró instituir que los bancos centrales son poderes independientes y no instrumentos de política económica... ¡y parece que hasta Pino compró el verso!).
Volvamos. Si los medios comerciales y buena parte de la clase media (...media temerosa) animarán la respuesta represiva, la aplicación del Código estará en manos de la Policía. El ejercicio de aquella sospecha se resume entonces en la discreción policial. En su arbitrariedad. Todo el mundo es culpable si un cana lo cree así.
Es fácil imaginar cómo sigue la historia. Serán declarados contraventores: la trabajadora sexual que no pague la cuota por estar en la calle, el pibe que no afane para ellos, el fotógrafo que registre una feroz represión.
Mucho se ha dicho ya sobre la Bonaerense. Cabe repasar su accionar durante la última dictadura –cuya condena, con matices, está bastante extendida en la sociedad- o leer el libro de Carlos Dutil y Ricardo Patán Ragendorfer. Pero el asunto excede las épocas con nombre y apellido. Va más allá del aparato represivo de Camps o la maldita policía de Duhalde, de los que podemos hablar en tiempo pasado –y señalar, claro, su herencia al presente-. La policía, cualquier policía de estos tiempos, aún sin un Jefe como el que les restituyó Scioli, es una fuerza represiva y cada vez más corrupta que actúa en la sociedad administrando el delito. Eso, ni más ni menos. Cuando se trata de otra cosa, son incapaces. No encontraron a los Pomar donde era obvio. Como dice la Barcelona: son la policía de gatillo fácil y rastrillo difícil.
Si la complicidad –si no el protagonismo- de la policía en la criminalidad cotidiana no era evidente para todos, en las últimas semanas hemos tenido una evidencia tras otra.
El mismo ministro Stornelli, que anunció el Código como una herramienta para que “la Policía recupere las calles”, terminó haciendo –con más prensa que impuso real- una denuncia sobre la relación entre policías y desarmaderos.
Y hubo más en las noticias de las últimas jornadas. Ayer, por ejemplo, fueron violentamente reprimidos amigos de Ezequiel Heredia. Participaban de una pequeña movilización que reclamaba justicia frente a la Gobernación. Ezequiel tenía 18 años y fue asesinado hace un mes en Barrio Hipódromo con el disparo del arma reglamentaria de un policía.
También en estos días se supo que deberá declarar ante la justicia el médico policial retirado Carlos Falcone, en la causa por la desaparición de Jorge Julio López. En su domicilio hallaron el auto que habría sido utilizado para el secuestro. Estaba en la agenda del genocida Miguel Etchecolatz –segundo de Camps en la Bonaerense de la dictadura, contra quien López aportó pruebas- y lo había visitado poco días antes de que desapareciera el testigo.
Qué decir del robo ocurrido el 30 de diciembre en la Secretaría de Derechos Humanos de la Provincia, un brazo estatal que intenta ejercer algún control sobre las fuerzas represivas. El principal acusado resultó ser un Policía, Juan Mateos (Dicho sea de paso, el mismo 30 fueron despedidos algunos civiles que intervenían en auditorías de Asuntos Internos de la Bonaerense. Uno de ellos era quien promovió un sumario contra Mateos).
Con todo, no es difícil advertir que la aprobación del Código Contravencional sería como darle una navaja a un mono, expresado con algo de ingenuidad. En rigor, es mucho más. Es declarar vía libre al abuso, legitimar la detenciones “por portación de rostro” y darle una palmadita en la espalda a quienes torturan y matan financiados por el Estado.
A esta altura del partido, los legisladores lo saben bien. Quizá, de hecho, el problema es que muchos lo saben demasiado bien, por razones de pertenencia: representan armados políticos que precisamente se sostienen con la caja negra producida por aquella policía que “ordena” los delitos y las contravenciones. Habrá indecisos, seguro, y muchas presiones. Y en alguna medida pesará, sin duda, la movilización que haya afuera.
A esta altura del partido, agreguemos, los ciudadanos de a pie también sabemos qué significa darle de más poder a la Policía. Lo que queda entonces es una pregunta: si queremos ser cómplices, o intentaremos frenar la ola arrolladora que verdaderamente nos pone en peligro: la represiva.
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